El permiso que abre la puerta a la libertad en carretera
En Vigo, donde las cuestas parecen sacadas de un gimnasio al aire libre y el tráfico tiene su propio carácter, sacar carnet de conducir Vigo es como ganarte una medalla de oro que te da alas para moverte sin depender del bus que nunca pasa a tiempo. Mi primera vez en una autoescuela fue un salto al vacío: nervios, ilusión y un poco de miedo a meter la pata, pero con los cursos que ofrecen aquí, desde el temario que te meten en la cabeza hasta las prácticas que te hacen sudar, el camino al carnet se vuelve más llevadero de lo que esperaba. Las autoescuelas locales, como la que elegí cerca de la plaza de España, están llenas de profesores con paciencia de santo y trucos bajo la manga para que apruebes y, sobre todo, para que conduzcas sin que el volante te tiemble como gelatina.
El temario teórico es el primer escollo, y aunque suena a rollo de esos que te hacen bostezar, en Vigo lo convierten en algo casi entretenido, o al menos lo intentan con todas sus fuerzas. Mi profe, un tipo que parecía saberse el código de circulación como si lo hubiera escrito él, nos explicaba las señales con anécdotas de sus años al volante, como aquella vez que casi se come un stop por culpa de una niebla que no dejaba ver ni el capó; así, entre risas, me aprendí que el triángulo rojo manda parar aunque estés en medio de la nada. Las autoescuelas tienen plataformas online con test interminables que hice mientras desayunaba, y aunque al principio fallaba más que un futbolista en los penaltis, poco a poco fui pillándole el tranquillo a las preguntas trampa sobre prioridad o distancias de frenado. Mi amiga Clara, que aprobó a la primera, jura que hacer 20 test al día fue su secreto, y yo, que soy más de café y caos, lo conseguí con un poco menos de disciplina pero igual de efectivo.
Las clases prácticas son donde realmente te juegas el carnet, y en Vigo, con sus rotondas infernales y sus calles estrechas, es como un curso intensivo de supervivencia urbana. Mi primera vez al volante fue un desastre glorioso: calé el coche tres veces en la misma cuesta de Gran Vía y el instructor, con una calma que aún me alucina, me dijo que hasta Fernando Alonso empezó siendo un novato. Con las horas, aprendí a dominar el embrague, a no pisar el freno como si fuera un yunque y a sortear los autobuses que parecen aparecer de la nada; en una práctica nocturna por el puerto, hasta me sentí un poco héroe manejando bajo la lluvia con los limpiaparabrisas a tope. Las autoescuelas te dan tantas clases como necesites, y mi colega Pablo, que era un manojo de nervios, tuvo unas 40 antes de sentirse listo, mientras yo con 25 ya estaba pidiéndole el examen como quien pide un pincho en el bar.
Perder el miedo al volante es el gran reto, y en Vigo te lo curran para que no te baje la moral aunque metas la pata mil veces. Mi instructor me llevaba a sitios chungos como la salida de la autopista para practicar los nervios de acero, y entre sus chistes malos y sus “tranquilo, que el coche no muerde”, acabé soltándome hasta el punto de disfrutar las curvas. Hay cursos intensivos para los que van con prisa, y mi vecina Lucía, que se sacó el carnet en un mes, dice que las prácticas diarias le quitaron el pánico como quien pela una cebolla: capa a capa. Es cuestión de confianza, y con un buen profe, hasta el más cagado –como yo al principio– termina viendo el coche como un colega y no como un enemigo.
Pensar en cómo sacar carnet de conducir Vigo me cambió la vida me tiene todavía flipando, porque ahora voy donde quiero sin mirar horarios ni pedir favores. Entre el temario que te abre los ojos, las prácticas que te curten y ese empujón para dejar los miedos atrás, las autoescuelas de aquí te preparan para la carretera como si fueras a correr el Dakar. Es un viaje que vale cada euro y cada sudada, y ahora que tengo el carnet, la libertad sabe a gasolina y a mar.